La posibilidad de tratar a pacientes que han desarrollado una adicción a sustancias se encuentra con dos obstáculos iniciales. Por una parte, es solo un porcentaje minoritario de la población el que consulta alguna vez en su vida (Cunningham y Breslin, 2004; Stinson, Grant, Dawson, Ruan, Huang y Saha, 2005; Substance Abuse and Mental Health Services Administration, 2009); y por otra parte, de este porcentaje una gran mayoría lo hace empujado por terceros significativos (Wild, Cunningham y Ryan, 2006). Esto ha llevado a que la noción de motivación se convierta en un elemento importante al momento de conceptualizar las intervenciones en estos casos (Beck, Wright, Newmann y Liese, 1993/1999; Carpenter, Miele y Hasin, 2002; Di Clemente, Bellino y Neavins, 1999; Downey, Rosengren y Donovan, 2001;
Lincourt, Kuettel, y Bombardier, 2002; Miller y Rollnick, 1991/1999; Ulivi, 2000). Desde esta noción de motivación se han propuesto estrategias de intervención muy distintas, tanto en los supuestos asumidos con respecto al funcionamiento de la adicción, la lógica de intervención seguida, como en los objetivos planteados, y en las instancias terapéuticas incluidas (Johnson, 1973; Kaskutas, Subbaraman, Witbrodt y Zemore, 2009; Landau et al., 2004; Lee et al, 2012; Meyers, Roozen, y Smith, 2011; Miller y Rollnick, 1991/1999; Santisteban, Suárez-Morales, Robbins y Szapocznik, 2006; Tatarsky, 2003; Timko y DeBenedetti, 2007).
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